Por José María Posse
Abogado, escritor, historiador.
La batalla librada en Tucumán el 24 de Septiembre de 1812 es acaso el hecho bélico más trascendental de nuestra revolución emancipadora. Una tropa bisoña, compuesta en su mayoría por milicianos carentes de instrucción militar, pobremente armados y regimentados, se enfrentaba al ejército más poderoso de Sudamérica.
Manuel Belgrano había reflexionado mucho los días anteriores sus acciones, tal cual surge de sus escritos. Sabía que seguir retrocediendo hasta Córdoba (orden recibida por el Triunvirato) era traicionar a los pueblos que se habían pronunciado por la libertad. Dejarlos a su suerte significaba una derrota política inconmensurable para la Revolución. Sabía y así se lo habían hecho conocer los tucumanos, que abandonarlos en esa hora hubiera significado que los amigos de hoy serían los enemigos del mañana. Nunca otro ejército porteño podría haber requerido el apoyo de los norteños en la guerra contra España y sus súbditos americanos. Por lo tanto, decidió jugarse a la suerte de las armas y triunfar o morir junto a aquellos hombres determinados.
Cartas de lectores: lugares y conmemoraciones que faltan por la Batalla de TucumánEl 12 de septiembre escribió al Triunvirato informándoles su decisión de desobedecer las órdenes. Subraya su oficio con éstas palabras: “Acaso la suerte de la guerra nos sea favorable, animados como están los soldados. Es de necesidad aprovechar tan nobles sentimientos que son obra del cielo, que tal vez empieza a protegernos para humillar la soberbia con que vienen los enemigos. Nada dejaré por hacer; nuestra situación es terrible, y veo que la patria exige de nosotros el último sacrificio para contener los desastres que la amenazan”.
Tucumán se prepara
A partir de ese momento todo fue febril actividad para formar cuerpos de combate y conseguir armamento. También se tomaron disposiciones para neutralizar al enemigo potencialmente oculto, que seguramente se encontraba en el bando realista de la ciudad. Por ello se ordenó la salida de muchos europeos a la ciudad de Santiago del Estero.
Pero la animación no cesaba: “Los Aráoz y otros vecinos principales se ocupaban entre tanto de alistar gente de la campaña para engrosar al ejército, en reunir caballadas y en proporcionar reses para el mantenimiento de los defensores”. Se dispusieron barricadas en las calles y fortificaron las azoteas, se improvisaron escuadrones de lanceros que suplían experiencia y disciplina con decisión, determinación y coraje. Armados con lanzas, facones campesinos, machetes de diferentes dimensiones, boleadoras y lazos, se los puso a las órdenes de los pocos hombres de armas que allí se encontraban. El Teniente Coronel Juan Ramón Balcarce les dio una instrucción básica, que serviría para los primeros momentos de la contienda. Durante 10 días, les había enseñado a formar en batalla, marchaban por secciones y conocían tal o cual movimiento. Con toda urgencia, consiguió distinguiesen ciertos toques de clarín, y en especial el de ataque, que en aquél tiempo llamaban a degüello.
Fortaleza
Se echó mano a la inventiva para convertir a San Miguel de Tucumán en una fortaleza. El plan de Belgrano era salir a enfrentar al enemigo fuera de la ciudad para sorprenderlo y causarle la mayor cantidad de bajas, luego intentaría atrincherarse en la urbanización para resistir lo más posible y pactar eventualmente una rendición conveniente. Evitar que la ciudad fuera incendiada o sufriera el duro escarmiento por parte de un ejército punitivo.
En ese sentido, el 14 de septiembre escribe a Bernardino Rivadavia anunciándole su plan de presentar combate en las afueras de la ciudad de Tucumán. “El último medio que me queda es hacer el último esfuerzo, presentando batalla fuera del pueblo, y en caso desgraciado encerrarme en la plaza hasta concluir con honor. Esta es mi resolución, que espero tenga buena fortuna. Algo es preciso aventurar y esta es la ocasión de hacerlo. ¡Felices nosotros si podemos conseguir nuestro fin, y dar a la patria un día de satisfacción, después de las amarguras que estamos pasando”.
Pero Belgrano no puede hacer milagros: trabajó por el honor de su patria, y por el de sus armas cuanto le fue posible, y se puso en disposición de defenderse para no perderlo todo. Por ello escribió: “Dios quiera mirarnos con ojos de piedad, y proteger los nobles esfuerzos de mis compañeros de armas! Ellos están llenos del fuego sagrado del patriotismo, y dispuestos a vencer o morir con su general.”
Leyendo las Memorias Póstumas de José María Paz me animo a conjeturar que como estrategia, se contaba además con la caballería gaucha, conocedora de los senderos de los montes adyacentes para picar los escuadrones de Pío Tristán y Moscoso obligándolos a dispersar tropas y así debilitarlos. Esta metodología fue utilizada posteriormente por la guerrilla norteña. En los brevísimos días que quedaban, la ciudad se convirtió en un cuartel donde todo el mundo estaba movilizado. Sin distinción de estados, sexo o edad, se ofrecían como voluntarios. Se aprestaron hombres y cabalgaduras. La escasez de armas de fuego se contrapesó, como ya vimos, con improvisados armamentos.
Escenario de guerra
Las calles se fosearon; fueron reforzadas con la artillería de mayor calibre las esquinas de la plaza. Se construyeron defensas por doquier en medio de un pandemonio de órdenes y contra órdenes. Frenéticamente los criollos, acaudillados por los Aráoz, comenzaron a regimentar un improvisado ejército de milicias. Los habitantes de la ciudad, de alguna manera imitaban lo que los porteños habían hecho en la defensa de Buenos Aires durante las invasiones inglesas. Las mujeres cortaban géneros que se utilizarían para vendas de los heridos, se construían camillas y catres. En las azoteas se apostaban francotiradores; en suma, se organizaba un escenario de guerra. Hasta los niños de corta edad participaban de los preparativos, mientras los jóvenes y adultos recibían en esos pocos días una instrucción militar mínima.
Había entre los soldados algunos veteranos de la Reconquista y Defensa de Buenos Aires, tal el caso del irlandés Thomas Craig, que si bien llegó a las costas del Plata con las tropas inglesas, paradójicamente al caer prisionero de los criollos, quedó libre del ejército que lo había tomado como soldado forzado. Desde entonces abrazó la causa patriota y años después alcanzaría el grado de sargento mayor de marina del almirante Guillermo Brown.
Sin distingos
La composición de aquellos valientes era muy diferente: negros libertos, mestizos, indígenas de etnias que ya no era posible diferenciar, españoles puros, porteños y de todas las provincias del Norte llegaron en cuentagotas a la ciudad de San Miguel de Tucumán. Contingentes reducidos de Catamarca, conducidos por Bernardino Ahumada y Barros; de Santiago del Estero y también del Alto Perú, 50 de los mejores jinetes, comandados por Manuel Asencio Padilla, quienes formaron la escolta de Belgrano.
Pero el tamaño del Ejército Realista alarmaba los corazones. Sin duda eran las unidades de mayor experiencia y mejor regimentadas que habían pisado estas tierras.
En la ciudad, el escaso armamento se distribuía y se armaban lanzas con cualquier elemento punzante, espadas criollas y machetes se forjaban en fraguas permanentes. Todas las armas de fuego se requisaron para la milicia urbana y montada. En medio de esa tensión casi insoportable, en el campamento militar y en las casas de familia se oraba a la Virgen de La Merced, la “Mamita del Cielo” de los gauchos. La devoción mercedaria de los tucumanos era tan antigua como la misma ciudad, pues databa de la época de la fundación en Ibatín. La fiesta se celebraba todos los años el 24 de setiembre, con gran pompa, y la imagen era sacada en procesión, con asistencia de todo el vecindario. La Cofradía databa del año 1744.
Rogativas marianas
Con el inminente combate a las puertas de la ciudad y la proximidad de la fiesta, es lógico imaginar que se habrían multiplicado las rogativas. El general Belgrano, en las vísperas de la batalla, encomendó su ejército a la Virgen “a quien había confiado el triunfo“. Además, el mismo jefe diría posteriormente, en el parte que la victoria fue “alcanzada el día de Nuestra Señora de las Mercedes, bajo cuya protección nos pusimos“. Belgrano se dirigió a las tropas diciéndoles que “La Santísima Virgen de las Mercedes, a quien he encomendado la suerte del ejército, es la que ha de arrancar a los enemigos la victoria”.
Una piadosa tradición asegura que cuando las tucumanas iban en tropel a rezar a la Virgen, el general les recomendó que, “pidan al cielo milagros, que de milagros vamos a necesitar para triunfar”. Y siguen así multiplicándose los testimonios que hablan de la devoción del general, del ejército y del pueblo. Ya en medio de la batalla, narra uno de sus protagonistas, el coronel Lorenzo Lugones, que mientras los soldados combatían, “las mujeres del patriota pueblo dirigían sus plegarias al Cielo y a la Virgen Santísima de las Mercedes”.
Estaban todos ellos ensimismados en los preparativos, cuando por fin llegó una buena noticia: en Trancas, el bravo capitán tucumano oriundo de la zona, Esteban Figueroa junto con a su hermano y a un grupo de Decididos tranqueños, habían apresado a un notorio oficial realista, el coronel Huici, con algunos de sus soldados. Tan envalentonados estaban los hombres del rey, que ya se animaban a internarse en las cercanías de la retaguardia criolla, sin mayores cuidados.
El general Pío Tristán y Moscoso pidió en una carta enviada a su antiguo amigo, el general Manuel Belgrano, que el oficial prisionero fuera tratado con humanidad y respeto, diciendo que él haría lo mismo con los prisioneros patriotas en su poder. Envió también 50 onzas de oro para cubrir los gastos de la manutención del prisionero, y firmó: “Campamento del Ejército GRANDE, setiembre de 1812”.
Belgrano, con un toque de humor, devolvió las 50 onzas para que con ellas cubriera los gastos de los prisioneros patriotas y firmó la nota: “Cuartel General del Ejército CHICO, 17 de septiembre de 1812”.
Desde Metán
Más allá de lo anecdótico, para el general relista lo de Huici fue una sorpresa. Pero era tanta su superioridad numérica y de armamentos que ensoberbecido como estaba, el hecho no lo inquietó mayormente, mientras continuaba su avance. Sus espías le habían informado que Belgrano enfilaba rumbo a Santiago del Estero, en consecuencia Tucumán caería fácilmente; por ello se quedó unos días en Metán aprovisionando su tropa y ese lapso sería fatal para él, pues le regaló un precioso tiempo a los criollos para alistarse.
El 22 de setiembre llegó a Tapia y el 23 acampó en Los Nogales. Eran más de 3.500 hombres veteranos, bien armados y con cañones. Los patriotas eran alrededor de 1.700, entre los cuales había poco más de 400 veteranos. La mayoría contaba, como ya establecimos, con armamento precario: conformaban apenas una entusiasta, aunque claramente inexperta milicia.
Desproporción
Un simple ejercicio mental nos puede llevar a imaginar los momentos previos a la batalla. Por un lado, el ejército realista era compuesto por soldados, en su mayoría profesionales, quienes contaban con el armamento más moderno de la época. Además, cada cuerpo estaba correctamente uniformado, con sus estandartes identificatorios y preparados para la guerra. La caballería cochabambina constituía una suerte de elite a la que le precedía una ganada fama bravía, en combates anteriores.
Por el lado criollo, la tropa (en su mayoría) estaba compuesta por una milicia armada en 10 días por Bernabé Aráoz y su familia. Una parte significativa eran peones de sus estancias y si bien nuestros gauchos tenían fama de bravos, nunca antes habían participado de una batalla campal. Su armamento era lamentable: en la punta de unas largas cañas tacuaras, fijaban algún elemento filoso. Todo valía, desde las mitades de las tijeras para tusar las crines de los caballos hasta puñales o faconcitos. Boleadoras, pequeños sables y hasta los lazos les sirvieron como armas. Su prácticamente nula instrucción era además una gran desventaja, ya que éste tipo de tropas tienden a desbandarse ante cualquier desconcierto, al no conocer de estrategias ni saber escuchar u obedecer las voces de mando. Ni siquiera tenían banderas distintivas, ya que el Triunvirato le había ordena do a Belgrano no enarbolar la bandera de su creación. Queda entonces establecido que en número, prácticamente los triplicaban, en instrucción y armamentos, eran fuerzas de enorme disparidad. Una batalla imposible de ganar para los patriotas.
Belgrano sabía perfectamente esas debilidades, pero también que los valientes no iban a ser presa fácil, ya que conocían cada recoveco del monte circundante a la ciudad desde donde, ante un revés militar, se podía ejercer una eficaz tarea de guerrilla. Se aproximaban horas decisivas para la Revolución.